jueves, 26 de enero de 2012

TODAS LAS SANGRES Y LA PICHUICHANCA

Walter A. Vidal Tarazona


Todas las Sangres, novela de José María Arguedas (1964),  nos presenta una sociedad en descomposición debido al violento desencuentro de la modernidad, que básicamente se instala en la minería, con el mundo andino ya revuelto en sus contradicciones. Los personajes: todas las sangres. También hay otros personajes andinos, no menos importantes que los humanos, que intervienen en la novela: los gorriones, las calandrias, los gavilanes, el cóndor, hasta las mariposas. Unos hablan en su lenguaje, otros simplemente cuentan con su presencia. En el siguiente pasaje, importante escena casi al inicio de la obra, un gorrión “habla” en su lenguaje propio.
(los subtítulos, nos corresponde, así como el resaltado en negritas del texto)

La Pichuichanca y la muerte de Andrés Aragón de Peralta.

Andrés Aragón, “El gran viejo loco”, o  “El patrón grande o gran señor” (para los indios), decidido a suicidarse, había subido a la torre de la iglesia, desde donde, a modo de despedida,  hacía sórdidas acusaciones a la sociedad, principalmente a sus hijos.

Para algunos señores (no indios) aquel espectáculo era “El castigo del cielo”, para otros “la voz del infierno”. Doña Adelaida limpió el rostro del anciano Andrés con un pequeño pañuelo, luego ambos bajaron a las gradas del atrio de la iglesia, donde estaban  “los señores” (los indios estaban abajo, en la plaza), los alcaldes y los comuneros, los mestizos, sólo faltaban los gringos de la mina o empleados de ella (el consorcio aún no había “comprado”  la mina a don Fermín, el hijo del terrateniente Andrés Aragón), pero la empresa extranjera tenía infiltrado al ingeniero Cabrejos por allí.

La escena de la plaza finaliza cuando el cura, dirigiéndose principalmente a los hermanos (hijos del hacendado Andrés Aragón), dijo lo siguiente:
- “Ha sido un testamento público, señores. En su delirio el Caballero ha establecido una voluntad; emplazó a los señores autoridades a que atestigüen también”.

El viejo hacendado, ya sosegado, se dirigió lentamente, calle arriba, a su casa, como “un cóndor flaco”, cuando “Unas “mariposas rojinegras  volaban del huerto hacia la calle: agitaban sus alas silenciosas en la paz del mundo”. Lo esperaba Anto, su criado,  heredero de la finca, quien lo llevó por el largo corredor del patio y  cuando se dirigían a la puerta del dormitorio, “se escuchó con gran claridad el canto de un gorrión […] Volvió a cantar el pájaro, con gran alegría; su voz hizo revivir las alas amarillas del papagayo, y llevó al dormitorio del anciano el hálito feliz del campo, la imagen de las pequeñas casas del pueblo y de los bosques […]”.

- “Me está despidiendo del mundo ese pajarito”, le dice el candidato a suicida a su criado Antón. “[…] echarás trigo al techo para darle mi recuerdo a ese pichilanka” (gorrión); luego cerró los ojos y bebió el veneno. “Sobre la cruz de la casa, otro gorrión cantaba con el piquito hacia lo alto, muy erguido y gallardeando.” “El sol quemaba el polvo de la calle; los gavilanes que volaban lentamente sobre el aire del pueblo recibían también en su cuerpo negro todo el sol, y se movían en silencio bajo el azul profundo del cielo.

Los vecinos que acudieron a la casa hacienda para testimoniar sus condolencias a los deudos, poco a poco, fueron desapareciendo. Los deudos escucharon “el canto tiernísimo y potente de un gorrión.” Anto  se  santiguó y dijo:

- “ese canto dice que el alma del gran señor ya está caminando bien. Un perro lo guía: la comunidad le ha puesto ojos grandes y pies delgadito. El podrido puente del destino del gran señor no caerá, y después su perrito le llevará por siglos… ¡Eso sí, no sabemos dónde!”

“[…] el gorrión volvió a cantar”…  

- “Le ha despedido del mundo este pajarito, al gran señor. Le ha consolado antes del veneno”, dice Anto.

- “El pichitanka [gorrión] canta para el vivo que oye. Tú oyes más, don Fermín [el minero, hijo de Andrés] no oye” –responde Rendón.

“Anto, mostrando un gavilán negro que daba vueltas en el cielo, exclamó “¿ahí está volando la muerte de los caballeros grandes!”.

Ciertamente, con la muerte del hacendado, se inicia el derrumbe del mundo feudal andino, como se apreciará al final de la obra.

                                                                                               
La calandria y la sangre de Nemecio  Carhuamayo

Esta escena se produce en el corredor y patio de la casa hacienda de La Providencia, de propiedad del ahora gran hacendado Don Bruno, hijo del finado Andrés Aragón.

-“Habrá mita, iréis por turnos de doscientos cincuenta a trabajar en las minas de mi hermano” - hablaba Bruno mientras los comuneros seguían de rodillas- “¡Levántate K´oto!” – gritó, de repente, y todos los indios se pusieron de pié. “En la mita irán con Nemecio Carhuamayo, mi primer mandón y con Federico Olivas, segundo mandón. No hablará ningún colono con los peones y obreros de mi hermano, bajo pena de azote…”

“Una tropa de loros pasó, muy alto, gritando profundamente y waronk´s muy negros, de cuerpo lúcido, zumbaban cerca de los maderos que sostenían el techo del gran corredor.” Adrián K´oto, desviando la vista hacia el nevado, se animó a dirigirse al amo Bruno:

- “Padrecito […] Hijo de Dios, werak´ocha patrón […] concédeme la bondad de tu corazón y danos licencia para vender algo de nuestros animales a nuestros hermanos comuneros de Paraybamaba. Ellos no son colonos, pero hay lágrimas de niños y mujeres en sus calles, en su iglesia; ya no les alcanza el alimento; la tierra se ha empequeñecido…”

El rostro de Don Bruno iba encendiéndose de ira:

- “Sigue” – le dijo, sin poder ocultar su enojo.
- “La tierra se ha empequeñecido en Paraybamaba, Padrecito Don Bruno, hijo de dios: las madres están matando a sus hijos recién nacidos porque los mozos están escapándose  a la costa, a tierras desconocidas. Colonos de Providencia les daremos lana, ovejas, para que vendan…trigo para que coman.”

- “Los colonos no venden. ¡Los colonos no tienen nada K´oto! Todo es de mi pertenencia. ¿Quién te dio licencia para ir a Paraybamba? […] ¡Nemecio! Sube –ordenó al mandón [se supone él fue quien le dio licencia] –Ahora tú –le dijo a Olivas, el segundo mandón – Diez [latigazos] –le ordenó-. Cinco en la cabeza, a este miserable, traidor, inútil –dijo, señalando al primer mandón.”

Nemecio Carhuamayo, con la cara sangrando, permaneció muy erguido, con los ojos pendientes de la frondosa copa del pisonay (árbol frondoso de flor colorada).

 “Al último azote, una calandria se posó en la más alta rama; voló como flameando su pecho amarillo. Cantó dulcemente bajo los cielos.”

Adrían K´oto solicitó “licencia” para hablar:

“- ¡Inocente don Nemecio Carhuamayo! ¡Como la voz de la calandria! Más todavía. Mujeres de Paraybamba han pasado el río. Chorreando agua llegaron a mi casa. Pidieron misericordia. Están matando a sus hijos recién nacidos, hijo de dios. Oye, oye tranquilo al Señor Crucificado, patrón de tu hacienda; en tu corazón escúchalo. ¡Ahí está la sangre inocente de don Nemecio! Ya le está cayendo al pecho. Paraybamba no es corrompido, sufre.”

“[…]La voz de la calandria, que volvió a cantar, fue oída por Don Bruno. Repitió el canto varias veces seguidas y refrescó algo la ira que iba caldeando cada vez más al señor de la hacienda.

“[…] La solitaria calandria voló del pisonay; la luz del nevado sonreía en sus plumas amarillas y negras que aleteaban en el aire. Cubrió el patio, todos los cielos, con su canto en que lloraban las más pequeñas flores y el torrente del río, el gran precipicio que se elevaba en la otra banda, atento a todos los ruidos y voces de la tierra. Pero su vuelo, lento ante los ojos intranquilos del gran señor a quien lo interrogaba un indio, iluminó a la multitud. Ni el agua de los manantiales cristalinos, ni el lucero del amanecer que alcanza con su luz el corazón de la gente, consuela tanto, ahonda la armonía en el ser conturbado o atento del hombre. La calandria vuela y canta no en el pisonay sino en el pecho ensangrentado de Carhuamayo, acariciándolo; en la frente insondable del patrón que repentinamente se estremece, en los ojos de los colonos que miran a don Nemecio con serenidad firme y triste. Se ha ido la calandria.”

“- ¡Carhuamayo! […] Eres inocente. Te pido perdón, como hijo de Dios, ¡Y tú! –le dijo Bruno, volviéndose hacia Olivas- . ¡Fuera de Aquí! […] Yo no te dije que le sacaras sangre. Lo hiciste por tu cuenta, desgraciado […] “Carhuamayo, mi primer mandón, va a vigilarte, K´oto. Te doy licencia para que vendas  a los paraybambas ganado y alimentos […] puedes darles fiado. Que no sufran más que nuestro Señor, si eso es posible”

-“Padrrecito grande, Queda tranquilo […]´Yayayku. Hanank´pachapi kak´…  [Padre nuestro que estás en los cielos…]

“Los gavilanes, que  vuelan más bajo que los cóndores”…

El pueblo de San Pedro sufrió un golpe más como consecuencia de la decisión política de cambiar la capital de la provincia a un pueblo despreciado.