Walter
A. Vidal.
Quiero remontarme, en alas del recuerdo, al tiempo dulce de mi niñez respirando una de aquellas semanas santas en mi tierra colorada. Quiero traer (recordar también es vivir) al presente sólo dos escenarios. Posiblemente esas vivencias marcaron algún sello intensamente espiritual en mí, para siempre.
El Domingo de Ramos y los dos burritos de
Taita Ramos
El Domingo de Ramos, mi pueblo, también escenifica la triunfal entrada de Jesús a Jerusalén, con una caminata desde la quebrada de Paqcharacqra hasta la iglesia, cuyo atrio está situado en la parte más visible de la plaza. Grandes y chicos, batiendo las frescas y hermosas palmas, fresquitas, acompañan a Taita Ramos, que ingresa a la plaza, sentado en uno de sus dos rechonchos burritos.
Pero antes de ocuparnos de los burritos del Taita Ramos, quiero decirles algo sobre las frescas y verdes palmas, relacionado sobre todo a su procedencia. Estas hermosas y grandes ramas, frescas y verdes, son traídas por valerosos jóvenes voluntarios desde las entrañas mismas de la ceja de selva, lugar denominado Balcón de Judas. Su extracción la hacen en total silencio, por la amenaza que natura pende sobre sus cabezas de los valerosos jóvenes voluntarios: una feroz tormenta, en caso de que no guarden absoluto silencio desde el momento que ingresen al pantanoso terreno.
Ya fuera del pantanoso lugar, cada cual hace
su bulto amarrando una cantidad de ramas para cargar. Después de tres días de
caminata llegan, al fin, al pueblo cada uno con una cantidad de palmas amaradas
con mucho esmero.
Esas vistosas palmas, hermosas y verdes,
la muchedumbre que acompaña al Taita Ramos, bate al viento, sin manipularlas para
tejer adornos, como hoy se observa, aquí, en Lima, con las amarillentas y
pequeñas palmas, y que son bendecidas en la misa por el sacerdote.
La entrada de Taita Ramos montado
en su burrito, desde la quebrada de Paqcharacqra a la plaza, y posteriormente
en hombros, hasta la Iglesia Matriz, se llevaba a cabo con mucho entusiasmo,
con quema de incienso, y avellanas, entre cánticos y alabanzas al Señor. Sin embargo,
el “personaje” típico, muy pintoresco, era el burrito, que caminaba a las
justas por su extremada gordura. Este par de pollinos mostrencos nacieron
afortunados para estar libres en los campos y chacras, haciendo “daños” con los
sembríos, sin que los dueños pudieran botarlos, so pena de ser castigados con
una mala cosecha. Al contrario, quienes permitían que se alimenten de sus
cultivos tenían buenas cosechas. El peso de los burritos del Señor se debía,
entonces, a que no los tocaban cuando visitaban sus chacras de maíz y otras
plantas forrajeras.
Días antes del Domingo de Ramos,
el Tesorero y los Mayorales, salían en busca de los pollinos por los
alrededores del pueblo, por la parte baja, pues a las partes altas no podían
subir por su peso corporal. Una vez ubicados el par de mostrencos, eran
llevados a la casa de los responsables de la festividad para ser bañados. El
Domingo, temprano, al feliz elegido para que cargue al Señor –se supone el
menos pesado- lo bañaban y lo adornaban con vistosas flores silvestres y cintas
de colores; este último acto, de ataviar al animal, lo hacían ya en la quebrada
de Paqcharacqra, lugar donde la gente se concentraba para acompañar a Taita
Ramos en su entrada triunfal a la plaza, por su puesto con el acompañamiento
también del sacerdote. Taita Ramos iba encima del burrito cuidado por dos
feligreses a ambos costados del animal, que iba sujetado con cintas; la gente
acompañaba cantando y rezando, encima de un alfombrado de pétalos de rosa
blanca en el camino.
El trabajo del feliz burrito
finalizaba antes de subir las escalinatas del atrio de la iglesia; pues a partir
de allí, Taita Ramos entraba a la iglesia en su anda, ya en hombros, y con vítores del pueblo, con cohetes y
avellanas que retumban en el cerro de Pahuacoto, cuyo eco reproducían los otros
dos cerros (apus): Manrish a Mallallín.
El burrito, bien aseado y oliendo
a incienso, era soltado para que vaya en busca del otro mostrenco y seguir
caminando hasta el próximo año.
Cristo.
Desclavación y en su Santo Sepulcro en
Procesión la Noche del Viernes Santo
Recuerdo
que, con la carita entre cirios, la noche fría del Viernes Santo, estaba en la
Procesión con mi madre, al costado de la Virgen Dolorosa, entre matracas y canciones
de las devotas, todas vestidas de negro.
La Virgen María iba a media cuadra detrás del Señor que yacía en su
Santo Sepulcro. Los agudísimos cantos de las acompañantes retumbaban en el cerro
de Pahuacoto, antes de silenciarse en la oscuridad de la noche.
No
había luz eléctrica. Por eso mismo, la noche, era noche; pero la del Viernes
Santo era una noche especial. Era una noche encendida, muy hermosa. No solamente por el rosario de velas, cirios y ceras que
alumbraba sus principales calles; y no solamente porque ese rosario de velas,
cirios y ceras calentaban nuestros rostros, sino también por el ferviente calor
humano que se creaba en el entorno de la Procesión.
Sin embargo, me entristecían
las lágrimas que rodaban por las mejillas de las piadosas damas; pues gracias
al suave viento, que movía las mantillas de luto, me dejaba ver, por ratos, las
caritas bañadas por sus lágrimas, como el lagrimear de los cirios encendidos en
las manos de los acompañantes.
Desde
el miércoles, los priostes o responsables de la celebración del Viernes Santo
repartían, entre las familias del lugar, la miel de Semana Santa, preparada de
caña de azúcar y melocotones, para comprometerlos a que los acompañen en la
procesión del Señor, que salía el día viernes en la noche, después de la
Desclavación que se realizaba en la iglesia.
En
este acto, cuatro “Santos Varones” salían a desclavar a Cristo de su cruz. Dos
de ellos, uno a cada lado de la cruz, subían cada uno con su escalera, con sus
martillos y bajaban, uno por uno, su corona de espinas, su túnica, sus clavos y
otras prendas más. Al pie de la cruz, los otros dos varones ayudaban recibiendo
las preciadas prendas del Señor para dárselas a los “angelitos”, niñitas (os) vestidos
de blanco, que recibían dichas prendas para sacarlos en la procesión.
Finalizada la Desclavación,
el cuerpo del Jesús el Nazareno era llevado por los cuatro “Santos Varones” a
su sepulcro de madera que pesaba un poco más de una tonelada, con los cirios y
las flores encima. El Santo Sepulcro salía
primero de la Iglesia. Poco rato después salía el anda de la Virgen Dolorosa, que
salía apresurada como siguiéndole a su Hijo.
Estoy
dejando involuntariamente dos actos o hechos importantes de la Desclavación: el
primero, de las “Tinieblas”, que se producía cuando todo el mundo apagaba su
cirio, vela, cera, etc. y la iglesia quedaba en oscuridad absoluta; el segundo,
venía en seguida: aparecían por allí entre los feligreses, unos chicos blandiendo
sus cerotes. El cerote consistía en una pelotita de cera hecha en una de las
puntas de un hilo resistente. Esta pelotica caía, como por manos de magia, en
las cabezas descubiertas o apenas cubiertas por un velo negro, de las damas; en
muchos casos, hasta sacarles sangre. Recuerdo años más tarde, cuando era ya casi
un jovencito, ex pecté un cerotazo hecho por un amigo en la cabeza de una pobre
mujer, que el dolor la hizo gritar: “Ananauu Diabluuu”, en plena canción
del emblemático himno de Viernes Santo.
Ya
fuera de la iglesia, en el recorrido por las calles, el más acompañado era Jesús
en el Santo Sepulcro, cargado por doce personas, que iba por delante. Los acompañantes, con sus cirios encendidos
en una mano, iban básicamente en dos filas, salvo las que sahumaban, que iban
delante del anda; detrás del anda del Señor iban los de la banda de músicos. Entre
los acompañantes del Señor se notaba la presencia también de uno que otro
caballero. Las luces del desfile procesional se podían observar desde las lomas
de Mallallín al norte y Manrish al sur, y con mayor nitidez desde el cerro Pahuacoto,
por el oeste.
Pequeña reflexión final. Pero ¿quién es Jesús?, cuya muerte
es recordada, cada Viernes Santo, desde hace casi dos mil años. Este
hecho, y otros gestos de los cristianos, principalmente católicos, no solamente
hacen comprender que, pese al tiempo transcurrido, hoy sigue vigente
su mensaje. Por eso el asombro de
muchos de nosotros, por descubrir el amor que nos tuvo hasta dar su vida. El
Papa Francisco dice al Nazareno: “Señor, ¡cuánto me amas, qué valioso soy
para Ti! ”. “[…] la grandeza de la vida no está en tener o en afirmarse, sino
en descubrirse amados… la grandeza de la vida está en la belleza de amar”, dijo.
Pues La principal explicación del sacrificio voluntario en la cruz
fue/es el amor que sintió/siente por la humanidad; consecuentemente, la
redención del hombre, que le permite seguir viviendo en la eternidad.
El
amor, es una estrategia cristiana de luchar por el bien. Por eso, lo mínimo que
debemos hacer es seguir trabajando por destruir el mal, que, en nuestro tiempo y
lugar, el más pernicioso es la corrupción. Si no luchamos por desaparecer o
aminorar esta lacra es que estamos esperando que nuevamente venga Cristo y se
inmole.
Debemos,
pues, sacrificar un poco nuestras preferencias o
prioridades egoístas, buscando siempre la equidad, tratarnos como hermanos de
un solo padre. La vida es corta, no merece
desperdiciarla haciendo daño al prójimo y al medio ambiente (El hombre es el animal
que más ha dañado a la Naturaleza). Hay que vivir en paz. Hay que escuchar a
Dios, siquiera por Semana Santa. Él nos está recordando:” Amaos los unos a los
otros”
wavita.
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