martes, 2 de junio de 2020

MISERICORDIA SEÑOR

Por: Alberto Cáceres Díaz 

          Era verano de 1957 y los tres hijos de Victoria, viuda, estábamos de vacaciones escolares y ya sabíamos atender el negocio de abarrotes, nuestra fuente de ingresos. Ella entonces aprovechaba para descansar y hacer una siesta de mediodía. El resto del año, con la ayuda de una empleada doméstica, atendía todos los días a su fiel clientela, desde el amanecer hasta bien entrada la noche. La excepción era el domingo que no faltaba a la misa de siete de la mañana en la iglesia de Santa Marta, a donde yo la acompañaba fiel y religiosamente. Los domingos, Victoria abría la tienda a las nueve de la mañana, pero cerraba después del almuerzo para llevar a sus hijos a algún parque que podría ser Selva Alegre o la Alameda de Tingo. A veces visitaba a sus primas, también en Tingo, quienes le ofrecían una cama para que descansara, mientras en la amplia casa, sus hijos jugábamos fútbol, esconde-esconde, trompos o algún otro juego con nuestros primos. Cuando llegaba la hora salíamos a contemplar el imponente tren que venía de Mollendo, o de la sierra, y que con ensordecedor ruido y sirena pasaba justo detrás de la casa de nuestras tías. Otras veces íbamos al Vallecito donde también visitábamos familia paterna y jugábamos con nuestros primos, a veces casinos, otras veces con patines que nosotros no teníamos. 

          El día 13 de enero de ese año Victoria no hizo siesta. El sastre, dueño de la casa frente a nuestra tienda, había prometido venir precisamente pasado el mediodía para hablar de la posible venta de su propiedad que incluía una esquina, a donde mamá pensaba que podía trasladar el negocio, pues el local que ocupábamos era alquilado y el dueño había anunciado su intención de terminar el contrato de arrendamiento. Nuestra relación con el sastre era casi familiar. Él tenía su taller precisamente frente a nosotros y su esposa era mamá de leche de mi hermano Ernesto. Así fue, cuando nació mi hermano, mi madre sufrió de paperas y la esposa del sastre, que acababa de dar a luz a su tercera hija, se ofreció para amamantarlo. Así, mi hermano tenía dos madres y una hermanita de leche a quien acogíamos como parte de la familia, así como mi hermano lo era en su otra familia. 

             Esa tarde, a las 2:15, yo me encontraba dentro de casa pero fuera de lo que era la parte central de nuestra vivienda, cuando la tierra empezó a temblar. No era un fenómeno extraño; de hecho, en esa zona de los Andes se viven con frecuencia y no nos alarmaba porque duraban segundos; luego volvía la calma. Pero aquel día, en poquito tiempo, el temblor se convirtió en violento terremoto acompañado de un aterrador y prolongado rugido que venía de la profundidad de la tierra. A mí me sorprendió en el al lado del pilón en el minúsculo patiecito que tenía la parte posterior de la casa. 

       Saltando de miedo, veía al lado mío una pared limítrofe de ladrillos rojos de reciente construcción que se zarandeaba como una hoja de papel al viento y temí que en algún momento los ladrillos serían arrojados hacia mí. Yo no tenía mucho espacio para moverme y me quedé temblando hasta que pasó el brutal remezón. Oficialmente duró más de un minuto, pero para mí fue una eternidad, la eternidad. 

        Pero esa eternidad dio paso a mi más escalofriante experiencia de mis escasos 14 años. Al ocurrir el terremoto yo estaba en la parte posterior de una construcción del siglo anterior que consistía de gruesas paredes de casi un metro de espesor hechas de bloques de sillar --lava volcánica petrificada-- que sostenían una bóveda de hasta cinco metros de altura. Estas bóvedas están hechas de bloques de sillar cortados en bisel que, encajados, forman el semicírculo y hacen que su propio peso dé solidez a la estructura, siguiendo el mismo principio de las catedrales de piedra del renacimiento europeo. En Arequipa muchas de estas construcciones son ahora reliquias históricas y turísticas, pues identifican una época y un estilo de construcción de cuando no existía el concreto armado ni el refuerzo de varillas de hierro como elementos de cohesión y solidez de las estructuras. Entonces el espesor de las paredes de sillares fuertemente ligados con cal y arena era importante. Muchas de las iglesias tradicionales de Arequipa ostentan este tipo de arquitectura. 

           Cuando me repongo del gran susto trato de entrar a la vivienda y todo lo que veo es una espesa y enorme nube de polvo blanco. No distinguía absolutamente nada pero al tratar de moverme por dentro de mi casa, un lugar que naturalmente conozco de memoria, tropiezo con grandes bloques de sillar, algunos tal altos que podrían llegarme a los muslos. Al llegar a lo que era el dormitorio de la familia, la nube de polvo se hizo más densa, pero con una extraña luminosidad, acentuada por el sol andino de las dos de la tarde y totalmente ajena al dormitorio. Buena parte del techo se había derrumbado aplastando nuestro modesto mobiliario, incluyendo camas; y particularmente la de mamá. ¿Y mamá? ¿No era esa su hora de siesta de verano? ¡Ay, Dios! 

- “¡Mamá, mamá, MAMAAAAA!” 

grité, pero mis gritos eran apagados por una increíble mezcla de ruidos que venían de todas partes. Saltando ciegamente por las dos habitaciones que me separaban de la tienda, logré llegar a ésta que también estaba extraña y terriblemente iluminada. Sigo llamando a mamá y no obtengo repuesta, hasta que logro salir a la calle. Veo gente arrodillada en el suelo, con los brazos en alto, mirando al cielo: 

           Misericordia Señor, 
           Misericordia Señor, 
           Aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor, 
           Misericordia Señor. 

          También veo a mis dos hermanos y al lado de ellos mi madre, muda, inexpresiva, ojos medio desorbitados apuntando al cielo, pero de pie. Pasado un largo rato mamá recupera la conciencia, y la voz, y contempla su tienda y su vivienda destruidas. Milagrosamente, sus tres hijos estábamos ilesos, y juntos; nos abraza a todos juntos y da gracias a Dios. Pero una tarea de recuperación larga y penosa empezaba en esa fatídica tarde. 

            Ese terremoto, como otros lo hicieron antes, marcó la ciudad. Hubo muchos muertos y heridos y muchas viviendas destrozadas. 

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