lunes, 29 de junio de 2020

ORDEMAL KIRILANCHO

 Por Carlos Garay Veramendi    

En un lejano pueblito andino –cuentan nuestros venerables apus-, en tiempos antiguos de los tatarabuelos, un chalán ricachón alardeaba cabalgado en su caballo blanco árabe de tan buena alzada y con sus cascos bailadores al son de la marinera trujillana; haciendo piruetas, caracoleos, paradas en ecuestre y demostraciones de lucimiento con su fiel y hábil equino, diestramente entrenado, ante la complacida mirada de algunos amigos y vecinos aficionados de la equitación.
Entreverado entre ese pequeño grupo había un forastero de porte respetable, vestido deportivamente y con su visible talante de excelente cabalgador, quien miraba con sumo interés las demostraciones espectaculares que hacía el ostentoso caballero.
Cuando el jinete hubo aproximado su contento jactancioso al grupo de amigos, el desconocido aplaudió más que notorio y le felicitó entusiástico por poseer ese magnífico equino de pasos menudos, ágiles y garbosos. Enseguida preguntó:
-¿No quisiera vendérmelo, señor mío? Yo le pagaría sin regateos el precio que usted pusiera. Estoy encantado. Para mí sería mucha complacencia ser dueño de este excepcional caballo.
-Efectivamente forastero es un ejemplar extraordinario, inclusive diría único. Es mi fiel compañero y mi gran satisfacción. Juntos somos centauro. Y no está en venta –lo dijo con cargadas ínfulas de vanagloria.
-Lástima que usted no quiera comerciarlo, en todo caso pregunto, y es sólo una pregunta deseosa. Siquiera para complacer por unos instantes a mi ego de caballero sin caballo, ¿sería usted amable de prestarme para dar sólo un par de vueltas por el contorno del pampón?
-Cómo no, para que se sienta dichoso, forastero, y sepa que este pueblo es siempre generoso, voy a complacerle a su ávido antojo –a continuación descabalgó y con gentil amabilidad le cedió las riendas del equino.
-Muchísimas gracias, señor, gentes de buen corazón como usted son escasos. Ahora, haciendo de público, contemple el donaire y el excelente garbear de su noble bruto –ahí cabalgó y dio la vuelta completa con elegancia varonil del libertador Simón Bolívar con el estupendo solípedo blanco, ante vivos aplausos de los presentes.
 En la segunda vuelta, apenas tomada la recta del camino que sale del pueblo, hecho todo un yóquey, un avezado caballista, partió en fuga a galope tendido ante la mirada sorprendida de los concurrentes. Se hizo un puntito y desapareció en la distancia, dejando sólo una leve cortina de polvareda como el mejor testigo cómplice del bandolerismo ladino de ese sagaz individuo.
El dueño, una vez salido de la sorpresa paralizante, organizó de inmediato la persecución tenaz al ladrón. Todo un equipo armado tras el bandolero en afanes por recuperar cuánto antes la cabalgadura. El propósito resultó un fracaso rotundo. Fue como si la tierra se los hubiera tragado al caballo y a su rapaz jinete. Nadie daba razón. Después de tantas idas y vueltas de pesquisas fracasadas quedó consumado el robo magistral muy a pesar del propietario perdidoso. Quien, cada vez que recordaba la burrada de haber entregado personalmente y tan obsequioso su caballo a un bandido súper taimado, lastimaba furioso su inestimable calavera con mochazos despiadados en el muro gigantesco del globo terráqueo de su interior.
Los meses andariegos fueron pasando indetenibles, sumaban ya hacía algo más de un año. Es cuando apareció un hombracho mostachoso, vestido elegantemente, cabalgado en un vigoroso corcel de capa negra. Se emplazó en la pampón-hipódromo del pequeño pueblo. Ahí empezó con tal garbo las exhibiciones y destrezas hípicas con el bruto inteligente. Alguien se dio el afán de pasarle la voz al morador, víctima de aquel robo sensacional, que había llegado un individuo con un caballo muy parecido al suyo. Ahí presuroso, en un abrir y cerrar de ojos, llegó al lugar indicado. Cierto, sin la menor duda, un caballo muy, pero muy parecido al suyo, sólo que de color azabache.
Después de observar detenidamente quedó muy convencido del parecido asombroso a su caballo hurtado. Se le aproximó al jinete. Le saludó con suma cortesía y se presentó como el amigo Evaristo Ayquipa, vecino notable del lugar. El forastero le correspondió muy amable estrechándole la mano y poniéndose a sus órdenes como Ordemal Kirilancho. Ayquipa le refirió en breve, aún con el rostro sumamente dolido, sobre el artero timo de su corcel blanco un año atrás. Luego le aseveró: Amigo, observo su caballo y percibo tal semejanza con mi equino que me lo robaron, con la única diferencia, el color.
-Efectivamente, amigo mío –respondió el interpelado-, en estos tiempos duros, de embustes y de vivezas astutas, hay que tener los ojos muy abiertos; hoy más que nunca deambulan por todas partes ladrones profesionales cometiendo delitos contra el patrimonio con sus engaños y picardías increíbles.
-Oiga, para cerrar enseguida la herida abierta que llevo en el alma entristecida me encantaría que me lo vendiera su caballo. En el mercado un ejemplar como éste, venden a cinco mil pesos, pero por parecerse tanto a mi hermoso caballo y por mi loco anhelo de arrancármelo del corazón y cuanto antes el claveteado clavo torturante; le  ofrezco el doble. Como yapa almorzaremos en casa y quedaremos como muy buenos amigos. Que le parece mi generosa propuesta.
-Me parece realmente tentadora. Sin embargo, no está en mis planes venderlo. Pero… pensándolo bien, digo…, tal vez…, tal vez podría ser posible.
-Trato hecho, amigo; acompáñeme vamos a mi finca, está sólo a pocas cuadras. Redactamos la carta de venta, ahí le cancelo al chas chas –le animó con los derroches de su exaltada alegría.
Previo brindis con el mejor champagne de aquellos tiempos Veuve Clicquet, hicieron la transacción y la firma de los papeles de compara-venta. Ahí quedó en manos tan satisfechas del nuevo propietario el hermoso y muy bien enjaezado caballo negro de pelaje reluciente; tal, acaso como el ropaje dominguero de un chivillo galán. Una vez cancelado y después del almuerzo opíparo, el elegante caballero se despidió con su habla de acento algo españolado y los modales educados de un hombre ilustre. Enseguida ¡zas!, se hizo humo como el propio Mefistófeles y tal vez para siempre.
¡Oh, segunda sorpresa amarga, o más bien súper acerba! Sí, misma achicoria para Evaristo, embaucado repetidamente el muy ingenuo. Y cierto, le llovió torrencial sobre mojado y tal vez le cayó la mismísima lluvia burlona. Habían transcurrido algo de seis meses, quien lo creyera, lavado constantemente por manos ágiles y hacendosas de las borrascosas y persistentes lluvias de esos días, el pelaje del noble cuadrúpedo fue destiñéndose tan deprisa hasta quedar, para sumo asombro encolerizado de las desventuras gigantescas de Ayquipa, en su simple y original, sí, color nieve andino: blanco, blanco, blanco.

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